EL
AGUIJÓN DEL ESCORPIÓN
Me desperté temprano. El claroscuro de la noche aún pendía en los bordes de la ventana de mi
habitación. Mis pensamientos giraban locamente sin poder detenerse en ningún
punto fijo. El recuerdo de Miguel tirado en la calle, luego del accidente, era
una imagen metida en el fondo de mis ojos sorprendidos. Y el coche, ese coche,
que corrió por las calles desiertas, con las aceras también desiertas, y por
más que trataba de rememorar, no se oyó ningún otro sonido, y no hubo ningún
otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre, inusual para
la época, hasta ese aterrador ruido al deslizarse el auto en una brutal frenada
y el chocar contra la empalizada, volcando vertiginosamente, despidiendo el
cuerpo de Miguel. Quería hacer retroceder el tiempo hasta el preciso momento en
que en aquella reunión en su casa, donde Miguel me decía “cuando vuelvo a beber ya no
se hace de noche” y decirle-- no Miguel es un riesgo estúpido, basta, basta…--pero
no, siguió bebiendo y cantaba impostando la voz y haciendo muecas a Sofía que
estaba recostada en un sofá cercano a la ventana “confieso que me decían tus
besos una canción mejor que esta”. De repente se alejó de Sofía e impulsado posiblemente por
el alcohol por fin se arrojó en su sillón y con la mirada perdida en quien sabe
qué desquiciadas ideas, trabó la puerta.
Ahora estaba él, de pie frente a la página en blanco que se destacaba sobre su
mesa de arquitecto. La escena varió en su detalle. --El próximo relato incluiría un apéndice sobre la
versión actualizada de la fábula del escorpión y la tortuga--, nos decía con
voz discontinua por las lentitudes en pronunciar las palabras, que salían de su
boca trabadas por el alcohol y reía a
carcajadas, pero que ocultaban el profundo dolor que la pérdida de Amalia había
estampado en su ánimo, ahora quebrantado y que yo percibía, en su perturbado rostro.
Quise detenerlo cuando intentó salir de la habitación, pero pronunciando un
sordo gruñido siguió el camino que lo llevó al auto y sin dilación lo puso en
movimiento sin que yo pudiera impedirlo. Luego el choque, el ver agitar por el
aire como a un pelele el cuerpo de Miguel,
rodando sin cesar por la calle desierta. Después la sirena de la
ambulancia, los gritos excitados de los médicos tratando de trasladarlo y yo
corriendo detrás de la ambulancia hacia el hospital. Luego la terapia intensiva
y los escasos diálogos en las horas prefijadas, me dieron indicios de las motivaciones que Miguel habría tenido
para hacer lo que hizo. –Estoy en una encrucijada y la vida se me ha tornado un
gran sin sentido—me dijo, con un fino tono de voz interrumpido por un
disimulado llanto. ¡Y no pregunté más! Sospeché que el mentado accidente no
había sido nada más que un fallido intento de suicidio y que correspondía a un
íntimo secreto oculto de la historia de
Miguel, que yo relacioné con ese
escorpión del que simbólicamente habló
Miguel y que en ocasiones aguijonea
a nuestras vidas, cuando la angustia que
produce la ofuscación de la nada invade
a la existencia y la desesperación nos grita desde sus entrañas. ¡Basta ya, no
resisto más! ¿Los motivos? Tal vez la
pérdida de Amalia haya sido el suceso principal, pero también otras
circunstancias que lo estremecían pero
que jamás las reveló. Seguí frecuentando
a Miguel que continuó su vida con un estado de ánimo fronterizo con la
melancolía Íntimamente me dije ¿hacer un
relato sobre esto? Y me respondí. ¡No, nada de relatos, nunca más! Cada cual
tiene el derecho a reservarse para sí los motivos de sus decisiones cruciales.
Pero tengo que confesar que tengo la sensación de haber sido indiscreto y que escudándome en un momento de debilidad
vulneré el mutismo que me había impuesto.
HÉCTOR
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